EL VENECIANO

Ernesto Pérez Zúñiga

Die Tote Stadt, a wine label collage, de Valentino Monticello


Vivo en la isla de los muertos, frente a la bella ciudad del tiempo. Las tres cancelas permanecen cerradas con gruesas cadenas. También ésta, cuyos adornos de hierro aprietan mis manos. Al otro lado de la cancela algunos escalones descienden al mar, a las suaves ondas sobre las que nada en este instante un pájaro estilizado y oscuro. Se picotea el pecho. Vigila el este y el oeste. Y al fin se sumerge para matar un pez. Son las aguas que quebrantan la ciudad más hermosa del mundo, donde los canales esquinan el pasado de cada palacio, y mi propio pasado desde luego.

Desde aquella otra orilla, tiempo atrás, durante muchas tardes en el muelle, he observado esta isla de los muertos con admiración y congoja. Los cipreses, las grandes puertas ojivales, las corrientes azules y los últimos cobres del sol.

Si yo tuviera que repetir la muerte, elegiría justo este lugar. Abriría esta misma cancela y, después de bajar los escalones hasta el último que lame el agua, ataría a mi pecho una piedra pesada, cualquiera, gracias a la cual me hundiría rápidamente en el canal que separa de Venecia este cementerio, delante de esa ciudad frágil que he amado tanto, y que sin embargo seguirá durando más que yo.

Si yo tuviera que morir de nuevo no encontrarán mi cuerpo, puesto que habrá bajado con el peso de la piedra hacia los cimientos de esta isla que no se ahoga.

No hay un sonido silencioso como el de este agua profunda que socava la isla con lenta infinitud.

El sonido de peces, crustáceos y moluscos, millares porque nadie se atreve a pescar aquí, refugiados en las oquedades sumergidas.

Y, más arriba, murmuran las pequeñas olas sobre los muros del cementerio.

Agarro las rejas oxidadas con unas manos cuya visibilidad ya no me importa.

La contemplo, lleno de nostalgia. Una vez más, Venecia.

Suenan las campanas de la ciudad de los vivos y alcanzan la de los muertos. Y no sé si echo de menos a los seres que todavía la habitan o mejor, y casi solamente, un último paseo, sentir frío en los pequeños puentes que cruzan los canales.

Una vez más, me despido.

Vuelvo hacia la avenida central del cementerio, para girar a la derecha, buscar sitio.