POSTAL JAPONESA

José Carlos Cataño



Hay rostros de mujer que se repiten, y por eso también es buena la vida.

Son rostros de otra época que vuelven y nos rebasan, y que al hacerlo nos confunden aún más en este tiempo que llamamos nuestro. Tiempo nuestro..., remiendo de aquel momento y aquel otro, acartonada sombra de lo que fue, residuo de eternidad que se alimenta de lo vivido y luego nos abandona para seguir siendo ella, la eternidad, en cualquier parte. Tiempo nuestro..., pleamar incontenible en cuyas aguas ya no queda ni fango primitivo, ni átomo de la tierra de origen.

Pero éste era un rostro que no había visto nunca, y se mantenía en mi retina como parecía saberlo el ruiseñor que al amanecer, escondido en el lindero del bosque, me recordaba que llegaba tarde al zoco de los Encantes.

Salí con el rostro a la carrera pendiente abajo. Lo había visto, el rostro, el otro día a la altura de la plaza Sanllehy, cuando subía en autobús hasta mi casa. Qué rostro más hermoso, me dije, al descubrir a la japonesa sentada frente a mí, y como no sé si estas cosas de óptica son recíprocas, no sabía si la joven, mirando por la ventana, también veía mi rostro reflejado en ella, por lo cual, para que los reflejos no se incordiaran, yo también fui moviendo alternativamente la cabeza hacia el mar y hacia la montaña, como hacía ella procurando que no se le pasara la parada del parque Güell.

El centro de aquel rostro era el mentón. Era el mentón como el sol a punto de rayar el alba. Su alba era la boca pequeña, los labios nítidos, labios gruesos y del propio color. Los ojos, negros, cargados de susto y melancolía, como saben expresarlo solamente los orientales. Sus pómulos eran la nieve del Fuji, porque no recordaba el nombre de otro volcán de sus islas. Yo la miraba y me sentía el caracolito del haikú de Batsuo que sube por la falda de la montaña, despacio. El pliegue de sus párpados era el enigma, era la poesía. Como la poesía no se toca, me guardé de llegarme hasta su asiento y pedirle:

―Señorita japonesa, permítame que roce con la yema de mis dedos la raya rasgada de sus ojos.

La poesía era el tembloroso vaivén de su rostro en el cristal, festoneado con las sombras y los relumbres del atardecer.

Yo la iba mirando a trechos y de reojo, como se hace con los gatos para no incomodarlos. De buena gana le hubiera dado libre a todo el pasaje, por quedarme a solas con la poesía, acercándome, admirándola de soslayo, tratando de definir aquel reflejo, y protegiéndolo y animándolo como se hace con un fuego tierno.

Y eso que la joven japonesa llevaba una boina, a la parisién, de ganchillo.

Se bajó donde era previsible. Pero, para mi sorpresa, tiró hacia arriba, hacia la montaña. Ya está, me dije, razón de más para bajar en la parada siguiente ¾que era de todos modos la mía¾ y mostrarle el camino hasta el parque Güell. La joven japonesa se detuvo a la mitad, entre mis reinos salpicados de cartones y jaramagos y los reinos del conde Güell. Con su boina. Se plantó en la cuesta que seguía hasta el Carmelo y se volvió hacia el paisaje, la ciudad a sus pies, entre la torre Agbar y Montjuïc, la Sagrada Familia haciendo juego con los barcos de juguete, las grúas y las plumas del puerto desangelado.

En otro tiempo hubiera pensado: Éste es un rostro que no volveré a ver jamás, como aquel hierbajo entre los resquicios de las almenas coloradas de Fez, como aquellos roquedos a las afueras de Venecia, como aquellas latas tiradas en la frontera entre El Salvador y Guatemala. Como la cantinera, china, de aquel mesón de comidas guatemalteco que arrastraba demasiados atrasos en el alquiler, y que no sé si la patrona india la habrá desalojado a tiros.

Pero adonde quiera que la suerte todavía me tumbe, reconoceré su rostro y con familiaridad le diría:

―Tú eras la joven del autobús del parque Güell.

Ella también habría escrito en su diario japonés la visión de Barcelona desde lo alto, para lo cual planeó con minuciosidad la jornada, la hora en que el sol dice adiós a la tierra y deja en el suelo el resplandor que baña en diagonal los edificios, el puerto ya en penumbra, ya la luna encendida desde el golfo de Lyon, ya los aviones cruzando de puntillas la montaña de Montjuïc, sus nichos y sus nidos de cuervos marinos.
La joven japonesa me reconocería adondequiera que la suerte la tumbase.

―Tú eras ―me diría― el espectro que subía conmigo en el autobús el día en que decidí morir. Tú eras el reflejo que no dejaba reposar al mío en el cristal de la ventana. Tú ibas hacia la noche y yo quería abandonar el día y la noche, el mar y la montaña, la permanencia y el regreso. Por eso mi rostro se hizo rostro en tu recuerdo, para que el recuerdo se lo llevara a su antojo. Por eso ya no tengo rostro. Por eso logré morir y fundirme a la ciudad que contemplaba. Por eso el rostro que tú reconoces hoy, es el rostro de cualquiera. Vacío y liberado, como el tuyo propio. El rostro, los rostros, en los reflejos de la ventana de aquella tarde de primavera.

Y añadió: ¾No hay más misterio ¾y desapareció.