ENVENENAMIENTO TEXTUAL

Juan Carlos Chirinos



—Terminé —dijo el negro.

—¿Puedo firmar? —contestó el autor.

—¿Puedo cobrar antes? —propuso, a su vez, el negro.

—No veo por qué no, siempre que me entregues el manuscrito —aseguró el autor a punto de ser cordial, mientras miraba engolosinado el bloque de hojas impresas con su texto. —Debo enviarle mi novela a mi agente para que negocie un nuevo contrato con mi editor.

—¿Ellos me conocen? —dudó el negro.

El autor lo miró con la sorpresa de quien se encuentra una espora oscura e ignorante en la camisa de su frac.

—¿Tú qué crees? —le lanzó con desprecio mientras colocaba dos apetitosas montañitas de billetes sobre el manuscrito.

El negro pensó que le mancharían el trabajo de varios meses, pero de inmediato borró esa perniciosa idea de su cabeza y se concentró en lo que importaba: tenía frente a él al menos dos años de holgura económica. Y no los iba a malgastar pensando en ningún tipo de literatura. No por el momento.

—Comprendo —respondió mansamente, y recogió sus billetes nuevos, recién salidos del banco.

—Ahora largo, quiero revisar mi trabajo —amenazó el autor con la displicencia del vendedor que ya ha cerrado un trato.

—Como quiera —respondió en el mismo tono manso el negro, mientras se las ingeniaba para esconder tantos billetes en sus pantalones viejos y su chaqueta percudida.

El autor se alejó, rumbo a su estudio, y el negro pudo escuchar el tuntún de las pequeñas bombas de relojería que había dispersado por toda la novela con la pericia de un soldado de los Balcanes: los párrafos más raros de García Márquez, de Gallegos, de Auster, de Gogol y hasta de Bárbara Cartland aguardaban entre los folios su momento, como huevos prehistóricos a punto de regresar a la realidad.

La mañana soleada le previno: sin embargo, no todos los días son así de luminosos.