UN MONTÓN DE PEQUEÑOS TROZOS DE ALGA

Nicolás Melini



Un día antes, para ser exactos, Lola se había ido de casa. Estaba en un hotel de la isla. Ella era de fuera, así que no tenía familia a la que acudir. Cogió una maletita y se fue a un hotel. Yo había sido poco convincente al negar que hubiera estado con Laura. No sé por qué pero sonreí ante todas aquellas recriminaciones suyas (como si no me importase que lo supiera). Si hubiese hecho un pequeño esfuerzo… Si le hubiese dicho que no, que estaba equivocada, que yo no la había traicionado con nadie… Pero no lo hice. La vanidad pudo más y sonreí seductor, como si encima estuviese orgulloso de ello. Ella cogió sus cosas y se marchó.

En realidad no me preocupó demasiado oír cómo abandonaba la casa, el coche en la tierra de enfrente y luego verlo salir a la carretera (Gabriel era demasiado chico para darse cuenta, además no estuvo presente cuando su madre se marchó); al contrario, fue un pequeño alivio sentir la casa vacía, el niño y yo solos. Pensé en llamarla enseguida y disculparme, al fin y al cabo había sido por mi culpa, pero supuse que ella necesitaría tiempo; un poco de tiempo.

Tampoco me inquieté cuando ella no regresó por la noche. Me había dicho “Me marcho”, quería castigarme un poco y estaba en su derecho; ya había comprendido que buscaría la manera de no volver para dormir.

A Gabriel no me costó convencerlo con una excusa cuando preguntó por su madre. Llegado el momento le di la cena. Estuvimos jugando un rato. Se ponía encima de mí y me pegaba y me estrujaba la cara. Yo lo había aleccionado desde el principio y ahora me costaba conseguir que parase; le decía que no, o lloraba como si me hubiese hecho daño, pero a veces ni por esas, él seguía erre que erre, castigándome los cachetes, la nariz, las cejas, con sus torpes manos.

Cuando estaba a punto de acostarlo llamó Lola. Me dijo que estaba en el hotel. Yo le dije que bien, que no se preocupase, y luego nuestra conversación se llenó de tensos silencios. Supongo que esperaba que yo me excusase, que le implorase, algo, pero yo quería dejar las cosas así un poco más, que le diese tiempo a reflexionar. Todo estaba bajo control, ya tendría ocasión de pedirle perdón y todo eso. Así que resolví decirle que le iba a poner a su hijo y le di el teléfono a Gabriel. “Dile hola a mamá”, le susurré. “Mamá… ¡Hola mamá!”, dijo él. Luego le contó que acababa de cenar y ella debió de preguntarle qué, porque respondió que un huevo frito y puré y una salchicha. Lo dijo como si fuese algo glorioso. Se volvió hacia mí y me devolvió el teléfono.

De nuevo con palabras entrecortadas —mucha torpeza por ambas partes—, me despedí y colgué.

Al día siguiente todo fue estupendamente. Era día de fiesta, no tenía que ir a la empresa, así que no me vi en la obligación de buscar a alguien que se ocupase del niño. Pasaríamos juntos el día, en la casa. Sin embargo, en algún momento me di cuenta de que algo extraño pasaba. Lo había creído en su habitación, dormido, pero cuando fui a ver no lo encontré.

Se habría despertado… Yo había estado oyendo música un rato. Tampoco mucho, pues estaba pendiente de él. Apenas escuché un par de temas y enseguida noté algo raro, y fui a la habitación, y miré en su cama, y me inquieté al ver que no se encontraba allí. Tras llamarlo por toda la casa observé que la puerta de atrás estaba abierta. No sé cómo, pero estaba abierta. De todos modos me extrañó mucho que el niño hubiese salido por allí, tan pequeño, que hubiese saltado al camino lleno de piedras y escombros. Me pareció inverosímil que algo así pudiese suceder, estuviese o no la puerta abierta, y a pesar de todo me asomé a mirar.

A un lado y otro del camino no había nada; sólo el terreno en cuesta, irregular, accidentado. Del estanque enorme, casi vacío, averiado, sólo pude ver el otro extremo; la pared contraria, seca y soleada. Pero aún así descendí y miré desde la tela de alambres.

Al principio no alcancé a ver nada, pero recorrí la pared a lo largo sin perder de vista el fondo enlodado, hasta que alcancé su extremo y descubrí aquel odioso agujero en la alambrada, imprescindible para poder alcanzar el estanque, y me estremecí. Apenas llegué al borde y miré adentro vi a Gabriel boca abajo, flotando, la cabeza completamente dentro del agua, enredado en las algas.

No sé si emití algún sonido. La desesperación me resultó una experiencia sorda, y ni siquiera sé muy bien cómo alcancé la escalera. Apenas descendí un par de escalones salté y corrí por el fondo seco y me adentré en el agua apartando el lodo y las algas y levanté a mi hijo (lo arranqué de todo ello) y lo alcé contra el pecho, mirándolo para cerciorarme de que estaba muerto, completamente muerto, de un modo tan absoluto e irreversible.

Lo abracé. Yo soy un hombre grande, he sido jugador de rugby. Pero aquella desesperación me cambió la vida. Subí las escaleras con mi hijo en brazos. Estaba alterado, lloraba con desesperación, no sabía qué hacer, entré en la casa y deposité su cuerpo encima de la cama. No de su cama, sino de nuestra cama de matrimonio. Entonces fui a por el teléfono móvil (yo estaba mojado, el agua sucia del estanque por toda la camisa y los pantalones, y tuve que sacudirme de encima algas y restos de fango), llegué junto a la puerta de atrás y marqué el teléfono de Lola.

—Lola —mi voz tembló—, el niño…

Ella respondió a la defensiva, tratando de mostrar su enfado por lo sucedido entre nosotros.

—Qué pasa.

—El estanque…

—¿¡Qué ha pasado!? —se alarmó.

—Es que… Lola ven por favor, ven rápido por favor Lola te lo pido, Gabriel... —se me ahogó su nombre.

Cuando colgué, volví la cabeza hacia el interior de la casa y miré el reguero de agua que recorría el suelo, pero no tuve el valor de regresar junto al cuerpo de mi hijo. Me arranqué la camisa y traté de limpiar de mis brazos y mis hombros y mi cara los restos de alga y toda aquella suciedad.

Sin embargo no acabé la operación, ni siquiera me quité los pantalones o los zapatos. No podía dejar que Lola viese a Gabriel así, y fui hasta la puerta principal.

En cuanto llegó salí a su encuentro. Ella descendió del coche, estaba llorando con una desesperación y una incredulidad furibundas, y vino hacia mí con la intención de entrar en la casa.

—¡Gabriel! —gritó.

Yo extendí los brazos haciéndole ver que quería que se detuviera, pero ella trató de esquivarme y no me quedó más remedio que sujetarla.

—¡Gabriel! —gritó de nuevo— ¡Gabriel! —se desesperó mientras yo la abrazaba —¡Suéltame hijo de puta! —Yo no la dejé.

Me golpeó con furia pero yo no quería que viese al niño así, mojado y muerto, y traté de sujetarla nuevamente.

—¡Hijo de puta, suéltame! ¡Dónde está! ¡Déjame! —y continuó golpeándome. Lola es pequeña, pero luchó entre mis manos y volvió a gritar—: ¡Déjame, cabrón! ¡Déjame!

—¡Lola!, ¡Lola! ¡Por favor, espera! —yo la sujetaba.

Intenté no hacerle daño. Pero ella seguía chocando contra mí.

—¡Mi hijo!

—¡Lola, por favor, escúchame!

Me golpeaba el pecho, el rostro, y yo se lo permitía. Dejaba que me hiciera daño pero le impedía pasar.

—¡Suéltame!, ¡déjame verlo!

—¡No, Lola, no! ¡Escucha!

—¡Nooooo…! ¡Mi hijo! ¡Dónde está! —me dio un manotazo— ¡Noooooooooo…! —hizo un nuevo esfuerzo, trató de zafarse y tuve que agarrarla por la cintura. Ella cayó al suelo.

Lloraba exhausta.

—¡Lo siento, Lola, no sé cómo pudo pasar…! ¡Lo siento!

—¡Gabriel! —lloraba ella— ¡Mi niño…!

—¡Lo siento, Lola, lo siento mucho, mi amor, lo siento de veras! —yo estaba llorando también.

Pero Lola no alzó la vista, seguía llorando y temblando; el pelo, los brazos, la cara, mojados y sucios de pequeños trozos de alga.