CRISTALES Y ACEROS

Doménico Chiappe

Ámsterdam, foto de juan c. chirinos


El asesino de mi padre se mudó enfrente de la casa de mi madre, que vive sola. El asesino de mi padre se aloja en la trastienda de una cristalería: un símbolo: no tiene por qué ocultarse. Con transparencia sesgó una vida. Desde que el asesino de mi padre se mudó enfrente de la casa de mi madre, ella ya no habla, susurra. Ha dejado de encender las luces y se esconde tras la cortina para fijar la vista en el escaparate de vidrio reflectante a través del que el asesino de mi padre puede mirar sin que le miren. Quise mudarme a casa de mi madre, pero ella se negó. Tienes una vida, me dijo, no la arruines.

La visito todos los días, intento quedarme hasta que se acuesta. GU no me lo reprocha, pero le noto inquieto. Desde que nos conocimos, siempre sabe lo que haré, incluso antes que yo, así que no le miento. Nunca lo he hecho.

–No debería estar libre –me dijo el día que le otorgaron el tercer grado al asesino de mi padre.

–Nosotros luchamos por la autodeterminación, ¿recuerdas? Tú y yo nos conocimos cuando protestábamos para que gente como mi padre nos escuchara.

–Queríamos que acercaran a los presos, no que liberaran asesinos.

–No te contradigas por mí, GU. No hace falta.

No sé cómo reaccionaré el día que me cruce con él. Le conozco, sé cómo es su rostro, cómo es su risa.

El vecino del cuarto me dijo que mi madre ya se lo ha encontrado varias veces en la calle:

Ella no cambia de acera, no baja la vista, pero no le mira, le atraviesa como si fuera el aire, me dijo.

Sí, él le busca los ojos.

No, eso no te lo puedo decir. No sé si se ríe, no sé si comienza a reírse cuando tu madre se acerca o cuando se aleja. No sé si se ríe de ella. No sé, no me hagas esas preguntas, por favor.

Para qué quieres saber si los vecinos de tu madre compran en esa tienda, no sé, no sé.
Ayer quise entrar en la cristalería. Un desconocido bloqueó la puerta antes de que llegara.

–Vengo a comprar un vidrio –dije.

–La tienda está cerrada.

–¿Y el dueño?

No respondió. Nos miramos hasta que movió la cabeza de un lado para otro.

Cuando subí a casa de mi madre, encontré que las cosas del armario yacían desordenadas sobre la cama y sobre el sofá del salón. Minúsculos y grandes recuerdos de la vida conyugal dispersos como una erupción de viruela. Mi madre me dijo que buscaba la medalla al mérito con que condecoraron a mi padre. Sabía que mentía. La chapa estaba en el cofre de madera, de donde mi padre no la sacó nunca.

Quería dártela, me dijo.

Recordé que mi padre tenía un revólver. Nunca supe cómo lo adquirió ni por qué no lo llevaba consigo el día que lo mataron. ¿No sería eso lo que mi madre buscaba? Le dije que aquella medalla quizás estuviera en una caja el armario y que intentaría hallarla mientras ella cocinaba. Rebusqué en las maletas y los abrigos. Encontré el revólver, lo abrí, estaba pulcra y con balas, como toda pistola de quien no desenfunda.

La guardé en mi cartera y cené con mi madre.

Cómo va el juicio, pregunté.

Mi madre había iniciado un proceso para demostrar que el homicida de mi padre no era insolvente, como adujo para eludir la orden judicial que, además de sentenciarle a cumplir una pena que se abrevió hasta la ridiculez, le obligaba a indemnizar a mi madre. Mi madre cree que bastará con demostrar que la cristalería es propiedad del asesino de mi padre. Yo no creo que logre mancillar su impunidad. Antes de despedirnos, mi madre me dijo:

No olvides nunca que tu padre te amaba. En estos años, si tú hubieras querido verle alguna vez, él no te habría reprochado nada.

Mi padre y yo no volvimos a hablar desde la tarde que le confronté a la salida del tribunal. El juez, pálido y sin habla, había sido derrotado por su hija, una rebelde que lo insultó en público para reivindicar unas ideas diferentes a las suyas.

Anoche, quise esconder la pistola en algún lugar de mi propia casa y no pude. Desde que murió mi padre, GU me vigila con celo. No quería que se preocupara aún más por verme con un arma. Así que la he dejado en mi cartera, hasta que un día que esté sola en casa, pueda buscar un escondrijo, alguno de esos recovecos capaces de engullir los recuerdos.

Hoy se celebrará una manifestación a favor del asesino de mi padre. El lema: no a la venganza. Él encabezará una pequeña multitud que seguirá una ruta que incluye la calle de la cristalería. Con seguridad se detendrá bajo las ventanas de mi madre y coreará las exigencias del asesino: paralizar toda investigación.

Quiero acompañar a mi madre. Salgo del despacho y conduzco hasta su calle. Aparco el coche y llamo a GU desde el móvil.

–Saldré tarde hoy, el jefe quiere que vaya a visitar a un cliente.

–¿A quién?

–Uno nuevo, no recuerdo su nombre, si quieres lo busco en la carpeta.

–No, no importa.

Camino hacia el portal del edificio de mi madre. Puedo ver que la cristalería está cerrada.

–Cualquier cosa puedes llamarme al móvil –le digo a GU.

–Iré a visitar a tu madre con los niños, nos vemos allí –me dice.

–No pensaba ir hoy, mejor no vayas.

–Iré de todos modos.

Me detengo cerca del portal.

–Mejor nos vemos en casa –le digo.

–¿Quién es el cliente?

–No recuerdo su nombre, ya te lo dije. Si quieres, lo busco en mi agenda y te llamo.

–No, no importa –dice GU–. Escucha, OS ha sido la mejor alumna del mes. Le han dado una estrella.

Escucho un rumor a mi espalda. La marcha se acerca.

–¿Me escuchas? –pregunta GU.

–Sí, sí. Tengo que cortar, se me hace tarde.

–¿Y ese cliente dónde tiene su oficina? Quizás podríamos vernos cerca de allí e ir todos a visitar a tu madre.

–No tengo ganas, ¿me oyes? No insistas, por favor, tengo que cortar.

–Hoy es la manifestación, dónde estás.

–Qué manifestación, no sé nada de nada.

Volteo, ya puedo ver la pancarta que se acerca, como una ola que revienta sobre un niño sentado en la arena. Me doy media vuelta. No he abierto el portal aún. Saco la llave. Me pregunto si el Estado también sería indulgente conmigo.

–Dónde estás –insiste GU–. AI, entra en un bar, o a cualquier sitio donde puedas encerrarte y no te muevas.

–Oye, tengo que colgar, te quiero mucho. Diles a las niñas que las quiero.

–No, no cuelgues

Guardo la llave, dejo mi mano dentro de la cartera. Las puntas de mis dedos se congelan al tocar el acero. La pancarta me roza. A mi lado sonríe el asesino de mi padre. No me ha visto; aún.