LISTA DE AUTORES

Juan Carlos Méndez Guédez



Alguien me dice que el crítico XX acaba de desembarcar en Bolivia. No puedo evitar sonreírme. Conozco al personaje: un gringo de rostro sanguíneo. Años atrás estuvo en Venezuela y se corrió la voz de que estaba descubriendo talento para proyectarlo internacionalmente. Se organizaron verdaderas colas para entrevistarlo (yo mismo le hice una de aquellas entrevistas pues esperaba que consiguiese editores para mis obras completas e inéditas), y después de unos días, aquel hombre logró que en el país le publicaran seis libros sobre literatura colonial.

Nunca volvimos a verlo, pero al menos evoco con mucha alegría aquella noche cuando tuvo un encuentro con escritores y una horda de dos mil personas lo asaltó para entregarle manuscritos. La única venganza posible es recordar cómo se alejó a tomar un taxi cargado de paquetes y paquetes; cómo caminó a trompicones, exhausto, sudoroso, fingiendo que le interesaba leer todo aquello mientras nosotros lo saludábamos a lo lejos.

No puedo olvidar que estuvo a punto de caerse al llegar a una esquina mientras fingíamos mucha prisa para ayudarlo. Luego cayó en medio del asfalto y tuvo que regresar a su hotel con los pantalones rotos, llenos de grasa, porque no dejamos de contemplarlo para impedir que se deshiciera descaradamente de todos aquellos manuscritos que nunca leería. Y así lo obligamos a cargar con ellos hasta su habitación, donde al fin los debe haber tirado en una esquina, mientras tal vez se dedicó a llamar a su esposa para contarle que ya podían comprar una nueva nevera, que ya había cobrados los dos mil dólares por recitar en una conferencia sus listas de autores, sus listas de títulos.

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Viaje a Caracas después de seis años.

Miro mi cuarto con ojos serenos, agradecidos. El olor de los libros; la fotografía de infancia; una pirámide de madera; la mandolina; el clóset de madera barnizada; una calcomanía de colores. Todo me habla y en todo hablo. Por eso niego con la cabeza cuando leo una frase de Barthes en la que explica que sus dos estudios (el de París y el del campo) eran iguales pues: “la disposición de los útiles (papel, plumas, pupitres, relojes, ceniceros) es la misma: es la estructura del espacio lo que configura su identidad. Este fenómeno privado bastaría para esclarecer el estructuralismo: el sistema prevalece sobre el ser de los objetos”.

Si emprendiese la absurda, inútil tarea de reconstruir en Madrid este cuarto donde escribí y donde dormí tantos años, nada sería igual: cada objeto se construye con la singularidad de nuestra mirada, con la fuerza del tiempo en el que rozamos sus contornos, con el alma que le construimos.

Los objetos al contacto con una amorosa mirada desconocen la uniformidad.

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Me gustan las palabras dulces; las palabras que dan la impresión de ser pequeñas y leves como esos sonidos del viento entre los árboles: como esos silbidos de la infancia. España tiene ahora esa consistencia; cuando la oigo en boca de mi hija pienso en las pompas de jabón con las que a veces jugamos en el parque de El Retiro; pienso en nubes; pienso en esas lluvias fugaces del verano.

Hace años el escritor Fernando Iwasaki me comentó que así como los hijos también heredaban el país de sus padres, los padres también recibíamos el país de nuestros hijos. Tiene razón. Lo vi muchas veces en Venezuela: esos italianos, portugueses, libaneses, colombianos, esos españoles que de tanto abrazar a sus hijos, de tanto caminar por la calle con ellos de la mano, de tanto escucharlos hablar, reír, sufrir, comprendían que Venezuela se les iba metiendo en los huesos y en la carne. Me gusta entonces la idea de patrias cuyo primer mapa es un abrazo.

“La única patria es el afecto”, escribió alguna vez Rafael Arráiz Lucca. Y me gustan pensar que de tanto abrazo mi hija me ha regalado una España que es leve y dulce como una palabra de infancia. Una España que es también el amor; o esos hermanos a quienes llamamos amigos; y los años; los libros escritos; también alguna furia (esa vergonzosa directiva de retorno aprobada recientemente por Europa); pero siempre el aire limpio; las tardes enteras en una biblioteca, ciertas horas de luz; o esa imagen personal de uno de los juegos de este campeonato: el escritor argentino Andrés Neuman; el peruano Fernando Iwasaki, y yo mismo, saltando entre la alegría de los goles, porque nunca perdimos un país, sino que ganamos otro.

Por eso esta euforia; por eso este asomarme a la ventana a mirar pasar las caravanas que ahora mismo celebran esta victoria en la eurocopa; ese gol de Torres; por eso este teléfono que no para de sonar; y esta voz afónica de tantos gritos; y esta casa en la que mi familia salta y en la que hoy se dormirá tarde, muy tarde, hasta que el amanecer nos abrace.